Me arrincono, ante los espejos del techo.
Y dibujo en el suelo
dos serpientes que se abrazan
en color sepia.
Las aguas vuelven a su cauce.
Mi cámara captura pedazos
de la anatomía de un grito
y forma con ellos un puzle sucio y estridente.
Cuanto mas cerca estamos de los espejos
menos abunda en nuestros ojos
la mirada de objetividad.
Y el mar de absenta se tragó a las gaviotas.
Y mis trazos desean ser mojados.
Y en mi cabeza hay fondos sin colorear
que aun no han aprendido a nadar.
Un hombre de huesos tocaba el piano
Para el vuelo de mis pies y mis manos,
Para los vientos de mis cuerdas.
Veo un genio, callo. Un afinador de pianos,
un diseñador de muñecas. Me disfrazo.
Un fantasma, me escondo en el hueco de la escalera.
Habla con los espejos del techo.
Se me va corriendo un ojo. El, se lo come.
Lo mastica, lo consume, y lo escupe.
Un sabor metálico. Entran en mi boca
oleadas de hadas moradas
que secuestran mi alma.
Oigo reírse a una niña en mi cabeza
y a la dama número cuatro llorar.
Vuelven a brillar mis burbujas.
Los espejos del techo ya no se ríen de mi,
me sonríen. Les hago poses de mujer
y se olvidan de la que fue una muñeca.
Rezo al tablero blanco y negro
que hay en el suelo, en silencio.
Y nuevos miles de burbujas
salen de mi cabeza.
Mi cámara captura la simetría de mis huellas
acechando una puerta pesada que conduce
a un camino de plumas.
El sueño azul me ha besado los pies
y me ha hablado en susurros.
Y me ha llamado laberinto.